Deseo.

ATENCIÓN: en este relato se tratan temas adultos que, claramente, son perniciosos para la sociedad en general (mujeres y niños en concreto) y constituyen delito. En ningún momento los apruebo ni defiendo. Dichos temas son: obsesión, acoso, pederastia, necrofilia, sexo explícito. Como la autora os pido que, si sois sensibles a estos temas, no sigáis leyendo.

Deseo.

Todos los días la veía cruzar por el paso de cebra, a la altura del semáforo de la calle Olmos. Sin duda, iba hacia el instituto que se encontraba un poco más arriba, ataviada con una falda que dejaba ver sus rodillas cuando corría y una bolsa de estudiante colgada al hombro derecho.

La veía desde que era una niña adorable con dos coletitas de cabello azabache, que acudía al colegio de la mano de su padre. Ahora ya era una mujercita de 14 años y él solo podía aguardar a que la falda se le levantase un poco para verle las rodillas o, si tenía la suerte de que soplase la brisa, igual algo más. Desde que la descubrió por casualidad, mirando en el momento exacto por el ventanal de aquella cafetería que se encontraba en el lugar exacto, nunca faltó a su desayuno diario en la misma mesa y a la misma hora, aguardando verla.

Poco a poco, año tras año, se fue gestando en su interior un sentimiento de una grandiosa fortaleza, capaz de arrasar con su cordura, su ética y su decoro. Él era un hombre de 45 años, soltero, atrapado en un trabajo que aborrecía. Solo ese momento del desayuno llenaba su vida. La absorbía con la mirada, para poder recordar cada detalle después, sobre su cama, en la oscuridad de la noche, y así poder dar rienda suelta a su imaginación. Él la deseaba desde que era una niña, mientras ella, ajena a esta realidad, ni tan siquiera se sabía observada diariamente. Ese hecho lo excitaba sobremanera, como solo un voyeur podría sentir. No obstante, él no lo era. Por lo menos, no del todo. Anhelaba poder besarla y recorrer sus piernas bajo su uniforme escolar con sus propias manos. Sin embargo, no sabía cómo conseguirlo. Tenía claro que la asustaría si se presentaba frente a ella. No era insensible a la diferencia de edad y temía que algún policía o vecino lo acusase de pederastia. Si eso llegara a suceder, nunca volvería a verla, y ese sería el peor castigo que jamás alguien podría imponerle. Por ende, se contentaba con observarla durante unos segundos cruzar la calle y disfrutar de sus fantasías, por frustrante que fuese saber que nunca habría nada más.

Los días se sucedían, al igual que las estaciones, sin cambios aparentes en la muchacha, más allá de si ella apretaba el paso o sonreía al cruzarse con un viandante mientras le deseaba los buenos días.

Advirtió, en una mañana helada de invierno, cómo su aliento se escapaba a través de su bufanda, enrollada a su hermoso cuello. Aunque no podía distinguirlo desde su posición, se la imaginó con el rostro arrebolado debido al frío, contrastando con su habitual color pálido que le daba aquel aire de ensueño. En un instante notó que algo no iba bien. Parecía ir más rápido de lo habitual. Miró su reloj y se percató de que llegaba tarde a clase. Temía que resbalara en el hielo y se hiciese daño. Sin embargo, no ocurrió. Ella se quedó paralizada mientras él salía corriendo de la cafetería sin ponerse ni tan siquiera su abrigo. Con las prisas, la joven cruzó en rojo. Los frenos del coche chirriaron de tal manera que el sonido se confundía con el alarido de atención que salió de la garganta del hombre. Pero ella continuaba quieta, con los ojos muy abiertos, sin apartarse de la trayectoria del vehículo. No emitía ni un sonido. Se había convertido en la estatua más hermosa de todos los tiempos.

Nada ni nadie pudo evitar lo ineludible. Él se abalanzó hacia ella, apartando a los curiosos que la rodeaban. “Cruzó en rojo, con la niebla no la vi”, repetía una y otra vez el conductor, claramente en shock. Hizo sitio a la muchacha y comprobó si respiraba. No lo hacía y se temió lo peor.

¡Tú! ―le gritó a una viandante que observaba espantada la escena―. Llama al 112 y diles que no respira ¡Qué manden una ambulancia ahora mismo!

La mujer sacó el móvil de su bolso mientras afirmaba con la cabeza. Él comenzó el RCP sin perder ni un segundo. Estaba helada y ya no observaba el vapor que su aliento formaba. Repitió el proceso hasta que llegó la ayuda sanitaria, sin conseguir reanimarla. Le preguntaron si la conocía. No sabía qué decir. Acabó indicando que había visto el accidente y que acudió para ayudar. La ambulancia lo dejó atrás mientras escuchaba la sirena y, en ese momento, él era la estatua inmóvil y perfecta de la desesperación, pues el peor de los terrores se mostraba en su rostro. Alguien lo sujetó por el brazo.

Se va a helar, señor. Ya ha hecho todo lo que ha podido. Ojalá existiera más gente como usted.

La persona que le había hablado comenzó a alejarse, pero el sortilegio de estatismo se rompió debido a la interrupción. Recorrió el poco camino que había hasta la cafetería, recogió sus pertenencias, pagó y se fue.

***

Aún no tenía muy claro cómo lo había logrado. Había acudido al hospital para preguntar por ella, indicando que era el hombre que le había practicado el RCP en la calle. Se mostraron reacios a darle información sobre la paciente, pero no la necesitó. Mientras aguardaba en los sillones de recepción a que algo pasase, el padre de la muchacha bajó acompañado de un médico desde alguna de las plantas superiores. Lloraba desconsoladamente.

Hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos, señor Andrade, pero llegó al hospital con parada cardiorespiratoria y diversas hemorragias internas.

Una sombra de espanto cruzó por su rostro. Había muerto sin haber sido nunca besada, sin haber sido tocada, como si fuese un ángel y no un ser de carne y hueso. Pensar en ello le dio la idea.

Sabía que las morgues de los hospitales se encontraban en plantas bajas. Deseaba despedirse de ella y lo haría aunque tuviese que eludir todos los protocolos del hospital.

***

Era ya de madrugada mientras caminaba en silencio por los blancos pasillos de la morgue. No le había resultado muy difícil acceder, gracias a la autorización robada a un forense. Pensaba devolverla tras su despedida. No quería causarle problemas a nadie.

Abrió la puerta del espacio donde estaba ella y, después de entrar, la cerró con sumo cuidado, evitando cualquier sonido que pudiese alertar a alguien. Paseó ante las cámaras frigoríficas con detenimiento. No sabía en cuál de ellas podría estar. Se fijó entonces en las camillas. Un cuerpo ocupaba la central. Se acercó a él y apartó con parsimonia la lona que lo cubría, casi como si fuese un ritual. Bajo ella se encontraba la muchacha. Tenía una etiqueta atada al pulgar de su pie izquierdo. Cerró los ojos. Estaba a punto de conocer su nombre y eso era mucho más de lo que jamás hubiese creído posible. Los abrió y leyó el papelucho. Sara Andrade. Así que ese es tu nombre, pensó. Giró alrededor del cuerpo hasta situarse frente a su cabeza. Qué hermosa era, incluso más que antes. Siempre había tenido una piel pálida, como la porcelana, pero ahora la lividez cubría su cuerpo y la volvía aún más irreal. Acarició su cabello. Estaba apelmazado debido a la sangre del accidente. Sujetó su cabeza desde abajo y se acercó a sus labios para depositar en ellos un beso liviano. Estaban fríos, lo que lo excitó, aunque desconocía por qué ese detalle causaba en él tal reacción. Volvió a besarla. Sabía que, si estaba en camilla, no faltaría mucho para que le hiciesen la autopsia. Apartó ese pensamiento para no distraerse con minucias. Su lengua recorrió su cuello helado y se detuvo en sus pechos. Jugueteó con sus pezones mientras acariciaba su cuerpo, su abdomen, su cintura, sus caderas… Cuando llegó a su pubis, estaba tan excitado que le costaba contenerse. Llegó a pensar que eyacularía antes de poder penetrarla. Separó sus piernas con cuidado y metió un dedo en su vagina. Allí también estaba congelada. Colocó meticulosamente su pene en la entrada de la muchacha y, poco a poco, comenzó a empujar con suavidad. Su líquido preseminal fluía entre las piernas de la joven, y lo aprovechó para prepararla. Cada vez resultaba más sencillo penetrar al cadáver, impeliéndolo a mover las caderas con más ímpetu. Supo que iba a llegar al orgasmo. Se detuvo para impedirlo. No obstante, no fue capaz de evitarlo.

Se abrazó a ella mientras aún estaba en su interior.

Sara ―le susurró al oído―. Finalmente nos hemos conocido y hemos llevado a cabo aquello que tanto deseábamos, nuestra unión… Pero ahora debo decirte adiós, preciosa mía.

Se separó de ella y la limpió lo mejor que pudo. Sabía que si quedaban restos de semen acabarían culpándolo de necrofilia. No tenía muy claro si era un delito, mas prefería no descubrirlo en sus propias carnes. La dejó como la había encontrado y la observó una última vez. No pudo resistirse a volver a besarla. Tras dar el último beso, la cubrió y se giró para salir de allí. Caminó hasta la salida sin volver la vista atrás. Se había despedido de ella y ahora tendría que acostumbrarse a una vida sin Sara.

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